El culto a la curva desarrollado por Jacinto Moros en su obra goza, como buena producción de sólidos fundamentos, de una textura prismática por la que se expanden las interpretaciones y las ricas metáforas. Un claro ejemplo es su obra FID (2019).
Un caleidoscopio que arroja lecturas formales como la medida abstracción de sus gofrados o el juego de niveles que caracteriza a sus esculturas de madera. A partir de estos dos núcleos creativos nace una poética en torno al movimiento.
Las formas fluyen y el dinamismo recoge las principales virtudes de nuestra tradición escultórica. Ya sea en un terreno como el plano, presente en su obra gráfica, o en el desafío espacial de las piezas tridimensionales.
Estamos ante un trabajo meticuloso y experimentado en el que advertimos la paradoja del movimiento sostenido, ese instante eterno que olvida su origen y sus posibles ramificaciones, que aun siendo conceptos omnipresentes, no resultan condicionantes.
Las obras de Jacinto existen, viven en el momento, dialogan amablemente con quien las contempla e incluso comparten sin vanidad la atemporalidad que las nutre.
De ahí que dichas curvas, protagonistas formales de su producción, se sientan igual de cómodas entre cálculos euclidianos como entre las más valientes teorías relativistas.
Porque otra de las constantes sutiles en las obras de Jacinto son los diálogos que establecen ciencia y naturaleza. La ciencia, el proceso; la naturaleza, el árbol que muta en madera y, a su vez, se transforma en el papel que también ejercerá de materia prima.