El trabajo de Francisco Suárez (León, 1965) hace un especial énfasis en subrayar la autonomía de la pintura, la presencia física y perceptual del objeto pictórico. Cada obra supone ante todo un enunciado sobre sí misma, los estímulos cromáticos y visuales que la forman, las relaciones numéricas que la componen. Pero una obra de arte no es una ecuación matemática. Frente a la frialdad a que puede conducir lo geométrico, su trabajo conserva cierta pulsión misteriosa de lo que surge de manera espontánea en el acto de pintar. La obra Adde 56 (2018) es un claro ejemplo de ello.
Así, sus característicos campos de líneas nacen de un proceso próximo al action painting, ya que son en realidad gotas de pintura que, colocadas cuidadosamente por el artista, fluyen sobre la superficie. Las imágenes adquieren de este modo una vibración especial y una ausencia de rigidez que facilita la interacción con la mirada. Sin duda, el atractivo de su obra también se debe a un uso exquisito del color. No quiere producir una estructura fría y cerebral sino obtener presencias seductoras, en las que la pureza geométrica nos sirva de vehículo para acceder al terreno del autoconocimiento, a un estado quizás cercano a la contemplación.
Así, los campos característicos de líneas coloridas que vemos en sus cuadros tienden a estar pintando gotas separadas minuciosamente, fluyendo a través de la superficie de su obra de arte. Sus cuadros provienen de la meditación, el cálculo de las proporciones y la selección de colores, que están conectados en el acto de pintar. Cada línea es similar a la anterior, pero no idénticamente, haciendo lo visible invisible.